-LITERATURA
Los chopos son un elemento del paisaje que no pasó desapercibido para los escritores, tanto por su componente escénico como por la cultura que contiene.
Félix de Azúa
Algunas de las más admirables obras de arte producidas por los humanos son invisibles. Están ahí, a la vista de todos, y sin embargo sólo pueden verlas quienes son advertidos sobre su existencia. [….]
Su nombre lleva a confusión: se llama Chopo Cabecero y puede confundirse con una especie de la familia de los álamos, pero no es así. Se trata de un chopo esculpido y por lo tanto artístico. La labor de escultura tenía como excusa una función práctica, la producción de vigas para edificios leves, pero también la Capilla Sixtina tuvo una justificación práctica. Ustedes han visto chopos cabeceros sin saber que los veían. Iban por la carretera y a lo lejos divisaban una hilera de árboles con un grueso tronco y una corona erizada de ramas largas, rectas, perfectas. Es muy probable que esos árboles siguieran la ribera de un río o de una acequia. Su apariencia es sorprendente, un sólido cuerpo, generalmente agrietado con la dignidad de los viejos rostros campesinos, y una cabeza que parecen dardos disparados al cielo.
Los chopos cabeceros están desapareciendo y muchos de ellos son ya ruinas a las que deberíamos dar un trato tan solemne y respetuoso como a las ermitas medievales. Desaparecen porque su justificación eran esas largas y rectísimas ramas de la cabeza, finas, ligeras, duras, poco vulnerables a los insectos xilófagos, que se usaban para la viguería de chozas, apriscos, alpendres, corrales, granjas o establos. La desaparición del trabajo campesino y el concurso de la viguería industrial han acabado con estos árboles de insuperable belleza. Quedan las ruinas.
La colonia de la que hablo está en tierras de Teruel, por la parte de Montalbán, de Utrillas, de Cantavieja. Los que me hirieron, cerca de Calamocha, eran candelabros cubiertos de cien luces doradas que trataban de arañar el cielo.
Las hojillas temblorosas vibraban en el aire gélido, resistiéndose a caer. Como nosotros.
Antonio Castellote
No hay muchos árboles que sean más hermosos desnudos que con hojas. Las hayas, por ejemplo, ocupan en nuestro imaginario el sitio de las ramas dactilares, de los bosques con ojos[….] A las hayas tentaculares de los cuentos siguen castaños desdibujados en una niebla de ramones grises, con esa rugosidad blanquecina de las cortezas que les aporta un aire casi místico de fragilidad.
También estarían entre los más hermosos los álamos desnudos, sus flamas frías, su porte gótico esquemático, de no haber sido por el prestigio machadiano de los álamos dorados. Sin embargo, la familia de los chopos, desnuda, es mucho más impresionante si se trata de árboles trasmochos, de chopos cabeceros…]
En otras zonas más conscientes de sus encantos, el árbol trasmocho es una institución de la naturaleza civilizada, y no me refiero a los mondadores de plátanos, tan castellanos, sino a los trasmochos del País Vasco y de Navarra, protegidos como un dolmen que estuviera vivo.[… ]
El cabecero es, además, un símbolo muy rico. Es brutalmente podado pero vive más que los que no se podan. No crece mucho pero genera troncos mucho más robustos. No está pensado para el disfrute (los hombres lo escamondan y las cabras lo ramonean) pero esos viejos muñones erizados de ramas tiernas consiguen un dramatismo como de labradores viejos, cargados de hombros, las falanges nudosas, la tez labrada, el pelo tieso. En cualquier caso, nos impresiona como una versión pequeña de un árbol gigantesco, o como versión gigante de un arbusto pequeño. Su tamaño está humanizado, pero al mismo tiempo choca con las proporciones que acostumbramos a ver. En ese desajuste creo yo que se ve su aspecto de culto basto y pagano, su imponente condición estética.
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