"LA MUJER QUE PLANTABA ÁRBOLES... Y ADEMÁS LOS CUIDABA"
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Un páramo desierto, inánime y desolado se transformó en un ecosistema vivo, animado y rico.
No sé si conocen la historia de "El hombre que plantaba árboles", de Jean Giono. Si no han tenido el placer de recorrer sus líneas se lo recomiendo.
Toda gran obra nace de una pequeña acción, una chispa o catalizador que prenda la mecha de la magia. Sí, la magia.
Para mí, y díganme si están de acuerdo, la magia es esa cosa inexplicable que mueve a la gente a hacer cosas increíbles por motivos incomprensibles.
Por poner un ejemplo, la solidaridad es magia (dar lo tuyo a cambio de nada), la ayuda en emergencias es magia (arriesgar tu propia vida por la ajena) y dedicar tu vida a criar un árbol es magia (tu tiempo y recursos por el bien común).
Las historias que se relatan en los libros también tienen su magia, la magia de dar ánimos, motivación y esperanza.
En "El hombre que plantaba árboles" se trasmite un potente mensaje sobre la importancia de la involucración del ser humano en la ecología.
La esperanza de encontrarme con el personaje de la historia se vio sorprendida cuando descubrí que en realidad vive en mi propia ciudad.
El pasado 14 de febrero me encontraba organizando el Día del árbol para la ciudad de Alzira con la empresa Interpreta&Educa en la Muntanyeta cuando, a primera hora, se nos presentó una señora menuda de avanzada edad acompañada por una chica de unos veinti tantos. Antes de escoger las plantas que sembraría, nos pidió por favor que cuidásemos de los árboles que íbamos a plantar, pues ellos dependían de nosotros en sus primeros años de vida, e insistió en las necesidades hídricas de sus pequeñas raíces, especialmente en los calurosos meses estivales.
Algo en aquella persona llamó mi atención, por lo que en varias ocasiones me acerqué a ella observando que se encontraba, afanosa, instalando un pino tras otro en la zona desarbolada de solana.
Ahora otra chica de unos 30 se había unido a las 2 primeras en su labor repobladora. Se trataba de otra hija. Poco después otro chico algo mayor cerraría el grupo que cuidadosamente iba instaurando la vida en el monte.
En una de mis breves conversaciones con esta heroína de a pie descubrí que, sin una instrucción técnica, la mujer que plantaba árboles era capaz de leer el estado de salud y las necesidades de los árboles únicamente por la tonalidad de sus hojas.
Comenzaba a entender. Repoblaciones anteriores de cientos de ejemplares habían perecido casi al completo a excepción de algunos rodales en que, "por arte de magia", los verdes arbolillos alcanzaban los 50 cms. Para ser exactos 70, exactamente el número de árboles que nuestra amiga había podido sustentar, con la ayuda de sus 4 hijos, realizando riegos periódicos, 2 veces por semana incrementándolo a 3 en las de verano.
La mujer que planta árboles, pero que también los cuida, no tiene ningún interés especial, su acción no es motivada por ningún aliciente económico, su voluntad inquebrantable no se nutre de despropósitos viciados desgraciadamente enquistados en nuestra sociedad.
Atrévanse a negarme que eso no es magia.
¿Cuál es entonces su motivación? ¿Qué la empuja a hacer lo que cree y considera correcto y necesario?
Quizás ahí esté la cave de la participación, en remover conciencias para provocar una motivación que nos conduzca a la acción. Pero como comentaba al principio, la esencia de la magia es inexplicable y solo los Magos como el gran Félix son capaces de generarla.
La mujer a la que hoy dedico este tributo ha hecho magia con sus hijos, que la siguen, con los árboles, que crecen y conmigo, que sueño.